Descripción
Lise Vaughan fue una de mis compañeras cuando era pequeña y vivía en un orfanato, antes de que los Martin me adoptaran. Apenas hablamos; su cama estaba al lado de la mía y todas las noches la escuchaba roncar, babear y murmurar palabras ininteligibles, lo cual no hacía nada más que separarnos aún más y hacernos muy diferentes. Ella era todo lo contrario que yo: era guapa, inteligente, cantaba como los ángeles, tenía un cuerpo que Afrodita envidiaría y se le daba bien todo lo que veíamos en clase. Muchos decían que su madre había sido una guapísima modelo que murió de tuberculosis y su padre era un gran cantante que, días después de dejar a su hija en el orfanato porque era incapaz de cuidar de ella con los pocos recursos que le quedaban, se tiró por la ventana. Aunque esto no eran nada más que cuentos que se inventaba ella, quizá para no aceptar lo que todos los huérfanos se veían obligados a afrontar tarde o temprano: que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que sus padres los hubieran abandonado. Yo, a diferencia de Lise, nunca había sido muy agraciada, era muy huesuda y propensa a enfermar, se me daba fatal cualquier cosa que tuviera que ver con retener conocimientos, era tan bajita que todas las niñas del orfanato se reían de mí y me llamaban enana y siempre me escondía en una grieta en la pared en la que solo yo cabía cuando nos tocaba darnos un baño, por lo que mi pelo siempre estaba enmarañado y olía tan mal que durante dos años me pusieron el apodo de “Beatrice la apestosa”. Lise era un rayo de sol, siempre sonriente e inventando una y mil historias sobre sus padres que parecían sacadas de un sueño y que siempre hacían que hasta el más pesimista de los niños creyera que sus padres habían hecho algo grande y los habían dejado en ese orfanato por pura necesidad, no por abandono. Yo estaba segura de que mis padres me habían abandonado y lo mismo pasaba con los demás. Nadie se acercaba a mí porque a nadie le gusta la gente pesimista, ya que nadie quiere oír la cruda realidad. Éramos dos polos opuestos, pero, aunque fuera perfectamente capaz de olvidar hasta cómo se hace una suma, nunca olvidaré el día en el que vi morir a Lise Vaughan.
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