PREFACIO
Llevamos cientos de años preguntándonos: “¿Por qué leer?” Inicialmente, la literatura era leída en voz alta, ante un auditorio, y la palabra escrita no era autónoma, sino un mero apoyo de la palabra hablada. En cambio, la lectura tal como la practicamos en la actualidad es una actividad solitaria. Quizá, como señala Borges, el cambio se dio a finales del siglo IV, con el comienzo de la lectura silenciosa. En el Libro seis de sus Confesiones, san Agustín cuenta con asombro cómo san Ambrosio leía en soledad y sin pronunciar las palabras en voz alta. Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y porque siempre lo sentimos. Leer para desarrollar la propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que se comparte con personajes, con historias y sentimientos en ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en fin, por el simple y egoísta placer de la lectura. Yo me pregunto “¿por qué no leer?” Tenemos desde Shakespeare a Proust, de Cervantes a Dickens y a Flaubert, de Jane Austen a Hemingway o de Dostoievski a Borges, entre muchos otros.
Sir Francis Bacon dio este célebre consejo: «No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar». A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros «nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee».
Wallace Stevens señaló que la función de la poesía es ayudarnos a vivir nuestras vidas. Yo tiendo a modificar eso y llevarlo a la cuestión específica que Freud llamaba la prueba de la realidad, que no es otra cosa que aprender a soportar la mortandad. En momentos de peligro y grave enfermedad he recurrido al intenso consuelo de recitarme poemas a mí mismo, ya sea en voz alta o en silencio.
Ralph Waldo Emerson, sobre todo en el caso de los autores y en particular de Edgar Allan Poe. Emerson, para bien o para mal, fue y es la mente mientras que Poe fue y es nuestra histeria, nuestra rara unanimidad en nuestras represiones. La mayor represión de todas es, la muerte. ¿Qué es la vida? Un camino hacia la muerte. ¿Qué es la muerte? El final de todo. Entonces, indudablemente, la muerte es lo más significativo de la vida. La vida es en sí inmejorable.
Los cuentos no son parábolas ni proverbios sabios, y por lo tanto no pueden ser fragmentos; les pedimos los placeres de la clausura. El deslumbrante fragmento de Kafka titulado «El cazador Gracchus» termina cuando el alcalde de un pueblo costero le pregunta al cazador resurrecto, especie de Judío Errante o Marinero Antiguo, cuánto piensa durar su visita. «No puedo decirlo, burgomaestre», responde Gracchus: «… Mi barca no tiene timón; la impulsa un viento que se alza de las heladas regiones de la muerte». Esto no es una clausura, un cierre, pero ¿qué habría podido agregar Kafka? La frase final de Gracchus es más memorable que todos los finales deliberados de cuentos, salvo unos pocos. ¿Cómo se lee un cuento? Edgar Allan Poe habría dicho: de una sentada. Pese a la popularidad mundial y permanente de que gozan, los cuentos de Poe están atrozmente escritos (como sus poemas) y se benefician de la traducción, incluso al inglés. Pero Poe fue el pionero del cuento moderno. Entre esos pioneros están: Pushkin y Balzac, Gogol y Turgueniev, Maupassant, Chéjov y Henry James. Los maestros modernos de la forma son James Joyce y D. H. Lawrence, Isaak Babel y Ernest Hemingway y un grupo variado que incluye a Borges, Nabokov, Thomas Mann, Eudora Welty, Flannery O’Connor, Tommaso Landolfi e Italo Calvino. Pero los que lograron llegar al orden de la perfección fueron: Turgueniev y Chéjov, Maupassant y Hemingway, Flannery O’Connor y Vladímir Nabokov, Jorge Luis Borges, Tommaso Landolfi y Calvino porque todos ellos alcanzaron en su arte lo más parecido a la vida.
A veces, me pregunto por qué escribir después de Shakespeare, yo sé que nunca voy a escribir como él, quizá nadie, pero de todas maneras, un impulso interno me conduce a escribir incesantemente. Hay otros autores, como Javier Marías, que los reconforta el saber que hubo tan grandes y ejemplares escritores. Debo reconocer, que a mí me da algo de pesimismo. Y es que no soy del todo pesimista, pero para qué después de Shakespeare.
«Los buenos escritores solo compiten con los muertos», dijo alguna vez Ernest Hemingway, y es posible contemplar la historia de la literatura como una serie de duelos entre los muertos o grandes precursores.
Homero y sus precursores nos son desconocidos, y toda la cultura griega le otorga el lugar de padre fundador–, veremos cómo las siguientes grandes etapas de la literatura occidental se definen por el intento de medirse con él: el poema que encarna el ideal de la cultura romana, la Eneida, es una indudable continuación de los poemas homéricos: Virgilio vuelve a contar la historia de la caída de Troya, ahora en latín y desde el punto de vista de los vencidos troyanos; y el poema que cierra y contiene la siguiente etapa cultural, el Medievo europeo, es La divina comedia, de Dante. En ella, el propio Virgilio se convierte en un personaje que guía al autor a través del Infierno y el Purgatorio. Cuando Dante está a punto de llegar al Paraíso, Virgilio le abandona. El hecho admite una lectura teológica (Virgilio, como pagano, no tiene acceso al Paraíso) y también una lectura estética: llegado a este punto, Dante ha aprendido todo lo que su maestro tenía que enseñarle; a partir de ahí lo superará.
Shakespeare es el gran original de la literatura inglesa. Su precursor inmediato, Marlowe, era un dramaturgo de menor peso, que apenas representaba una amenaza para un Shakespeare principiante e inexperto. Pero aun así es evidente que el joven Shakespeare debió abrirse paso como dramaturgo desafiando y venciendo a Marlowe a través de una serie de obras puntuales: el fragor de Enrique VI trata de ahogar al de Tamerlán; Tito Andrónico es un intento de superar los horrores de El judío de Malta; Ricardo II es una vuelta de tuerca sobre Eduardo II, e incluso en la muy tardía La tempestad, el diálogo –y la disputa– con el Fausto de Marlowe son evidentes. Aun así, para Shakespeare, en lo sustancial, la angustia de las influencias no pasa de ser una enfermedad infantil de la que pronto se cura.
La angustia de las influencias se vuelve un factor decisivo, antes y después del Renacimiento, cuando –el sucesor el poeta tardío o rezagado– se encuentra con un precursor al que sabe que nunca podrá superar. En el caso de la literatura inglesa afectará a todos los escritores posteriores a Shakespeare, de Milton en adelante. Hasta el Renacimiento, señala Bloom, la influencia se recibe como un don más que como una pesada carga. El efebo ve a su precursor no como un enemigo, sino como un padre benéfico que le enseña todo lo necesario y luego le deja vivir su vida literaria, respetando su identidad e independencia. Pero a partir de esa época cada literatura va fijando su gran figura: Dante en Italia, Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania... A partir de ellos, «la angustia de las influencias» se convierte en el factor dominante de la historia literaria occidental. Bloom, lejos de definir esta historia con sucesivas constelaciones de autores mayores y menores, la reduce a una sucesión de grandes duelos entre pesos pesados: Milton contra Shakespeare, Wordsworth contra Milton, Keats y Shelley contra Wordsworth, Yeats contra Blake y Shelley.
Un hijo recibe de su padre la vida, la educación, la formación de su carácter. Pero hay un punto en el que el hijo debe independizarse, tomar las riendas de su destino, dotarse de una identidad propia. Si no lo hace, corre el peor de los riesgos: no existir como individuo, ser apenas una sombra, un pálido reflejo de su padre. La alternativa de no tener padre, o tener un padre débil, es peor aún: como la identidad del hijo se construye sobre (y contra) la del padre, el padre fuerte ofrece las mayores garantías de legar su fuerza al hijo. Pero el riesgo, en este caso, consiste en que esa misma fuerza lo abrume y anule. La fantasía de derrotar al padre es por definición irrealizable: el padre siempre es más fuerte. Si el hijo pudiera derrotar al padre estaría destruyendo la fuente y sentido de su propia fuerza. El padre ha llegado antes, su preeminencia no pertenece al orden del valor, sino al orden del ser. Este dilema conduce al escritor a una serie de fantasías compensatorias. Una de ellas es la de originalidad, o en otras palabras, la de orfandad. La orfandad es inalcanzable: en el mejor de los casos, lo que el escritor puede «alcanzar» es el desconocimiento o la negación de sus orígenes literarios: esto, en lugar de darle fuerza, indefectiblemente lo debilita. La otra fantasía es la de ser él mismo el engendrador de su propio padre.
De esto trata el texto «Kafka y sus pre cursores», de Borges. Este enumera una serie de obras y autores que hoy nos resultan «kafkianos»: Zenón y su paradoja contra el movimiento, un texto sobre los unicornios debido a un apólogo de un prosista chino del siglo IX, dos parábolas religiosas del filósofo danés Kierkegaard, un poema de Robert Browning, un cuento de Léon Bloy y otro de lord Dunsany. Nuestra lectura de Kafka, afirma Borges, refina y desvía nuestra percepción de estas obras. Ya no las leemos como se leyeron en su tiempo, como las leyeron por ejemplo quienes las escribieron. Lo más significativo, agrega Borges, es comprobar que si bien todas estas obras se parecen a Kafka, no se parecen entre sí: Kafka ha hecho un conjunto de lo que antes era una dispersión de obras disímiles. Un gran autor, concluye Borges, crea a sus precursores, o en términos de Bloom, convierte a sus padres en sus hijos.
Hacia el final de su ensayo, Borges señala: «En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad». Aquí es donde tengo mi principal diferencia con Borges. Borges se engañaba al afirmar que en la relación entre el precursor y el sucesor no había celos o rivalidad. Creo que él mismo satiriza luego ese idealismo literario suyo en su gran cuento “El inmortal”.
En su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939), Jorge Luis Borges propone el caso extremo de un autor del siglo XX que, subyugado por la grandeza de Cervantes, se propone la tarea imposible de reescribir textualmente El Quijote, no copiándolo, sino creándolo él mismo de nuevo. Solo logra completar unos fragmentos, que resultan palabra por palabra idénticos al original, pero que al ser el producto de un escritor francés del siglo XX tienen un sentido radicalmente distinto al del texto de Cervantes. El caso de Pierre Menard ilustra el predicamento del escritor tardío: aun cuando lograra reproducir la creación del precursor, su obra, por venir después, no será valorada de la misma manera.
La estampa del humilde discípulo que se acerca al maestro con la cabeza gacha para recibir su bendición es el reverso exacto de la realidad: es Borges el que le está ofreciendo a Lugones un lugar en su obra, es Lugones el que agradece la merced que un gran escritor le está haciendo a un escritor de segunda línea. Y es precisamente por eso que ahora en la escritura de Borges «se reconoce la voz» de Lugones con mayor claridad que en el Borges joven.
¿Por qué escribimos? Para ser inmortales. Nuestro máximo enemigo fue, es y será la muerte. Pero hay excepciones. Para la religión judía o cristiana la pregunta sobre el autor o autores de la Tora no solo carece de relevancia, sino que es improcedente: la tradición normativa, o religiosa, afirma que el único autor de los primeros cinco libros de la Biblia judía, o Antiguo Testamento (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) es Moisés, que los recibiera por revelación divina en el monte Sinaí. Los historiadores, en cambio, identifican varios redactores: J o el Yahvista, E el Elohísta, P el Autor Sacerdotal y R, el Redactor, que fusionó los textos anteriores, borrando así muchas de las marcas estilísticas y conceptuales que permitían diferenciarlos.
Como los dioses griegos, interactúa con los personajes humanos, les habla, discute con ellos, caprichosamente les da y les quita, castiga y recompensa. Quizá el episodio más característico sea aquel en el que Abraham regatea con Yahveh la suerte de las ciudades de la llanura: Abram se acercó: «¿Destruirás al inocente con el despreciable? Si en la ciudad hay cincuenta justos, ¿lo mismo la destruirás? ¿No te detendrás por los cincuenta inocentes?
«Prohíba el cielo que des esto a luz, borrar al inocente con el despreciable, como si sinceridad y desprecio fueran iguales. ¿Es posible no lo permita el cielo que tú, juez de toda la tierra, no traigas justicia?» «Si encuentro en la ciudad cincuenta inocentes», dijo Yahveh, «por causa de ellos dejaré en pie el lugar». «Te ruego que oigas», apremió Abram. «He imaginado que podía hablar con Yahveh: yo, mero polvo y cenizas. Quizás de cincuenta justos faltaran cinco. ¿Destruirías por ellos una ciudad entera?» «No la abatiré», dijo Yahveh, «si encuentro cuarenta y cinco». Pero él halló más que decir. «Supón», apremió, «que encuentras cuarenta». Y él dijo: «Por causa de esos cuarenta no obraré». «Te ruego, mi señor, no te enojes», continuó él, «si aun hablo más. Supón que encuentras treinta...». El tira y afloja sigue hasta que quedan diez: si encuentra a diez justos en la ciudad de Sodoma, Yahveh la perdonará.
La lectura religiosa y quienes la practican no son, a fin de cuentas, el enemigo. Tienen sus propios textos, y no se meten con la literatura salvo cuando la literatura se mete con ellos. Los rabinos, los sacerdotes y los mulás no disputan a los críticos literarios las interpretaciones de Shakespeare, Goethe o Tolstoi, y la crítica literaria suele devolverles el favor.
El predominio casi absoluto de escritores varones en la literatura occidental es el resultado de la dominación masculina que durante siglos ha mantenido a las mujeres alejadas de la educación y la lectura, y por tanto de la posibilidad de escribir literatura. En este sentido, es esencial la observación de Virginia Woolf en su ensayo Una habitación propia, quizá el texto base de toda la crítica feminista posterior: las condiciones materiales de existencia –la falta de educación formal, de rentas que permitan tiempo libre y de una habitación propia don de escribir– son la única explicación de por qué hasta el siglo XIX no hay mujeres escritoras en la tradición de la lengua inglesa. Y aun cuando la escritura sea positiva como sucedió con muchas de las grandes heroínas de la literatura (Cleopatra, Madame Bovary, Molly Bloom) son producto de una imaginación masculina «esencialista» y por eso llevan el estigma de los prejuicios y las formas de representación patriarcales.
A partir de los años sesenta, el pensamiento y la crítica literaria francesa se renuevan con nombres como los de Roland Barthes, Jacques Lacan, Jacques Derrida, Michel Foucault y Gilles Deleuze, por mencionar solo los más conocidos entre los habitualmente etiquetados como estructuralistas y posestructuralistas. Tomando sus modelos de análisis y su vocabulario fundamentalmente de la lingüística y la semiología, estos pensadores renuevan las ciencias sociales, y su influencia en la crítica literaria es todavía hoy decisiva. En EE. UU. su efecto se deja sentir sobre todo a partir de los años ochenta, me dirijo contra la manera ingenua y algo mecánica en la que se los ha apropiado el grupo dominante académico estadounidense.
En el caso de la lectura feminista, uno empieza, por ejemplo, a leer una crítica feminista del Rey Lear e indefectiblemente sabe que se encontrará con una condena de la figura de Lear –por representar al patriarcado–, una pretexto para las malvadas hijas Goneril y Regan –su ingratitud hacia su padre se explicará como resistencia ante la autoridad patriarcal y efecto del sometimiento secular de la mujer– y puede adivinar que la hija leal, Cordelia, en lugar de salvadora de su padre, será vista como una víctima sacrificial del egoísmo paterno.
En otro caso, que es el francés, el procedimiento consiste en empezar con una postura política completamente propia, muy alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego algún fragmento marginal de la historia del Renacimiento inglés que parezca apoyar esta postura. Con ese fragmento social en la mano, se abalanza uno desde afuera sobre la pobre comedia, y se encuentran algunas conexiones, establecidas como sea, entre ese supuesto hecho social y las obras de Shakespeare.
Borges decía que la literatura es un plagio. Virgilio reescribe a Homero, Dante se traga entero a Virgilio, Shakespeare deglute a Marlowe, Milton lucha con Shakespeare como Jacob con el ángel, Wordsworth se desespera ante la sublime grandeza de Milton, Eliot se abraza a los poetas metafísicos para reprimir la aplastante influencia de Wordsworth, Baudelaire se enamora de Poe para desprenderse de Racine y Corneille...
PRÓLOGO
El tiempo, que nos va deteriorando hasta destruirnos completamente, es aún más despiadado con las novelas, cuentos, poemas y obras de teatros inconsistentes. Quizá por eso, Oscar Wilde dijo: “«Toda expresión de arte es inútil”».
Shakespeare es muestra de que la más alta literatura subsistiría por el resto de los tiempos. Es labor de los seres humanos, mantenerla viva.
El cuento no tiene a ningún Homero o Shakespeare. Si yo digo épica, inmediatamente pienso en Milton u Homero. Pero síhay dos corrientes en el cuento: la de Kafka y la de Chéjov. Yo pertenezco a ambas. Ninguna me aparta de la otra, más bien, me siento un poco cerca de Kafka por su invención y otro poco en Chéjov por su no decir nada, diciéndolo todo. El cuento es muerte y vida, vida y muerte. Aquello por lo que nos movemos.
Ignacio Bermúdez
Lunes, 25 de septiembre de 2017
Ignacio Bermúdez - sábado, 21 de octubre de 2017
PREFACIO Llevamos cientos de años preguntándonos: “¿Por qué leer?” Inicialmente, la literatura era leída en voz alta, ante un auditorio, y la palabra escrita no era autónoma, sino un mero apoyo de la palabra hablada. En cambio, la lectura tal como la practicamos en la actualidad es una actividad solitaria. Quizá, como señala Borges, el cambio se dio a finales del siglo IV, con el comienzo de la lectura silenciosa. En el Libro seis de sus Confesiones, san Agustín cuenta con asombro cómo san Ambrosio leía en soledad y sin pronunciar las palabras en voz alta. Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y porque siempre lo sentimos. Leer para desarrollar la propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que se comparte con personajes, con historias y sentimientos en ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en fin, por el simple y egoísta placer de la lectura. Yo me pregunto “¿por qué no leer?” Tenemos desde Shakespeare a Proust, de Cervantes a Dickens y a Flaubert, de Jane Austen a Hemingway o de Dostoievski a Borges, entre muchos otros. Sir Francis Bacon dio este célebre consejo: «No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar». A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros «nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee». Wallace Stevens señaló que la función de la poesía es ayudarnos a vivir nuestras vidas. Yo tiendo a modificar eso y llevarlo a la cuestión específica que Freud llamaba la prueba de la realidad, que no es otra cosa que aprender a soportar la mortandad. En momentos de peligro y grave enfermedad he recurrido al intenso consuelo de recitarme poemas a mí mismo, ya sea en voz alta o en silencio. Ralph Waldo Emerson, sobre todo en el caso de los autores y en particular de Edgar Allan Poe. Emerson, para bien o para mal, fue y es la mente mientras que Poe fue y es nuestra histeria, nuestra rara unanimidad en nuestras represiones. La mayor represión de todas es, la muerte. ¿Qué es la vida? Un camino hacia la muerte. ¿Qué es la muerte? El final de todo. Entonces, indudablemente, la muerte es lo más significativo de la vida. La vida es en sí inmejorable. Los cuentos no son parábolas ni proverbios sabios, y por lo tanto no pueden ser fragmentos; les pedimos los placeres de la clausura. El deslumbrante fragmento de Kafka titulado «El cazador Gracchus» termina cuando el alcalde de un pueblo costero le pregunta al cazador resurrecto, especie de Judío Errante o Marinero Antiguo, cuánto piensa durar su visita. «No puedo decirlo, burgomaestre», responde Gracchus: «… Mi barca no tiene timón; la impulsa un viento que se alza de las heladas regiones de la muerte». Esto no es una clausura, un cierre, pero ¿qué habría podido agregar Kafka? La frase final de Gracchus es más memorable que todos los finales deliberados de cuentos, salvo unos pocos. ¿Cómo se lee un cuento? Edgar Allan Poe habría dicho: de una sentada. Pese a la popularidad mundial y permanente de que gozan, los cuentos de Poe están atrozmente escritos (como sus poemas) y se benefician de la traducción, incluso al inglés. Pero Poe fue el pionero del cuento moderno. Entre esos pioneros están: Pushkin y Balzac, Gogol y Turgueniev, Maupassant, Chéjov y Henry James. Los maestros modernos de la forma son James Joyce y D. H. Lawrence, Isaak Babel y Ernest Hemingway y un grupo variado que incluye a Borges, Nabokov, Thomas Mann, Eudora Welty, Flannery O’Connor, Tommaso Landolfi e Italo Calvino. Pero los que lograron llegar al orden de la perfección fueron: Turgueniev y Chéjov, Maupassant y Hemingway, Flannery O’Connor y Vladímir Nabokov, Jorge Luis Borges, Tommaso Landolfi y Calvino porque todos ellos alcanzaron en su arte lo más parecido a la vida. A veces, me pregunto por qué escribir después de Shakespeare, yo sé que nunca voy a escribir como él, quizá nadie, pero de todas maneras, un impulso interno me conduce a escribir incesantemente. Hay otros autores, como Javier Marías, que los reconforta el saber que hubo tan grandes y ejemplares escritores. Debo reconocer, que a mí me da algo de pesimismo. Y es que no soy del todo pesimista, pero para qué después de Shakespeare. «Los buenos escritores solo compiten con los muertos», dijo alguna vez Ernest Hemingway, y es posible contemplar la historia de la literatura como una serie de duelos entre los muertos o grandes precursores. Homero y sus precursores nos son desconocidos, y toda la cultura griega le otorga el lugar de padre fundador–, veremos cómo las siguientes grandes etapas de la literatura occidental se definen por el intento de medirse con él: el poema que encarna el ideal de la cultura romana, la Eneida, es una indudable continuación de los poemas homéricos: Virgilio vuelve a contar la historia de la caída de Troya, ahora en latín y desde el punto de vista de los vencidos troyanos; y el poema que cierra y contiene la siguiente etapa cultural, el Medievo europeo, es La divina comedia, de Dante. En ella, el propio Virgilio se convierte en un personaje que guía al autor a través del Infierno y el Purgatorio. Cuando Dante está a punto de llegar al Paraíso, Virgilio le abandona. El hecho admite una lectura teológica (Virgilio, como pagano, no tiene acceso al Paraíso) y también una lectura estética: llegado a este punto, Dante ha aprendido todo lo que su maestro tenía que enseñarle; a partir de ahí lo superará. Shakespeare es el gran original de la literatura inglesa. Su precursor inmediato, Marlowe, era un dramaturgo de menor peso, que apenas representaba una amenaza para un Shakespeare principiante e inexperto. Pero aun así es evidente que el joven Shakespeare debió abrirse paso como dramaturgo desafiando y venciendo a Marlowe a través de una serie de obras puntuales: el fragor de Enrique VI trata de ahogar al de Tamerlán; Tito Andrónico es un intento de superar los horrores de El judío de Malta; Ricardo II es una vuelta de tuerca sobre Eduardo II, e incluso en la muy tardía La tempestad, el diálogo –y la disputa– con el Fausto de Marlowe son evidentes. Aun así, para Shakespeare, en lo sustancial, la angustia de las influencias no pasa de ser una enfermedad infantil de la que pronto se cura. La angustia de las influencias se vuelve un factor decisivo, antes y después del Renacimiento, cuando –el sucesor el poeta tardío o rezagado– se encuentra con un precursor al que sabe que nunca podrá superar. En el caso de la literatura inglesa afectará a todos los escritores posteriores a Shakespeare, de Milton en adelante. Hasta el Renacimiento, señala Bloom, la influencia se recibe como un don más que como una pesada carga. El efebo ve a su precursor no como un enemigo, sino como un padre benéfico que le enseña todo lo necesario y luego le deja vivir su vida literaria, respetando su identidad e independencia. Pero a partir de esa época cada literatura va fijando su gran figura: Dante en Italia, Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania... A partir de ellos, «la angustia de las influencias» se convierte en el factor dominante de la historia literaria occidental. Bloom, lejos de definir esta historia con sucesivas constelaciones de autores mayores y menores, la reduce a una sucesión de grandes duelos entre pesos pesados: Milton contra Shakespeare, Wordsworth contra Milton, Keats y Shelley contra Wordsworth, Yeats contra Blake y Shelley. Un hijo recibe de su padre la vida, la educación, la formación de su carácter. Pero hay un punto en el que el hijo debe independizarse, tomar las riendas de su destino, dotarse de una identidad propia. Si no lo hace, corre el peor de los riesgos: no existir como individuo, ser apenas una sombra, un pálido reflejo de su padre. La alternativa de no tener padre, o tener un padre débil, es peor aún: como la identidad del hijo se construye sobre (y contra) la del padre, el padre fuerte ofrece las mayores garantías de legar su fuerza al hijo. Pero el riesgo, en este caso, consiste en que esa misma fuerza lo abrume y anule. La fantasía de derrotar al padre es por definición irrealizable: el padre siempre es más fuerte. Si el hijo pudiera derrotar al padre estaría destruyendo la fuente y sentido de su propia fuerza. El padre ha llegado antes, su preeminencia no pertenece al orden del valor, sino al orden del ser. Este dilema conduce al escritor a una serie de fantasías compensatorias. Una de ellas es la de originalidad, o en otras palabras, la de orfandad. La orfandad es inalcanzable: en el mejor de los casos, lo que el escritor puede «alcanzar» es el desconocimiento o la negación de sus orígenes literarios: esto, en lugar de darle fuerza, indefectiblemente lo debilita. La otra fantasía es la de ser él mismo el engendrador de su propio padre. De esto trata el texto «Kafka y sus pre cursores», de Borges. Este enumera una serie de obras y autores que hoy nos resultan «kafkianos»: Zenón y su paradoja contra el movimiento, un texto sobre los unicornios debido a un apólogo de un prosista chino del siglo IX, dos parábolas religiosas del filósofo danés Kierkegaard, un poema de Robert Browning, un cuento de Léon Bloy y otro de lord Dunsany. Nuestra lectura de Kafka, afirma Borges, refina y desvía nuestra percepción de estas obras. Ya no las leemos como se leyeron en su tiempo, como las leyeron por ejemplo quienes las escribieron. Lo más significativo, agrega Borges, es comprobar que si bien todas estas obras se parecen a Kafka, no se parecen entre sí: Kafka ha hecho un conjunto de lo que antes era una dispersión de obras disímiles. Un gran autor, concluye Borges, crea a sus precursores, o en términos de Bloom, convierte a sus padres en sus hijos. Hacia el final de su ensayo, Borges señala: «En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad». Aquí es donde tengo mi principal diferencia con Borges. Borges se engañaba al afirmar que en la relación entre el precursor y el sucesor no había celos o rivalidad. Creo que él mismo satiriza luego ese idealismo literario suyo en su gran cuento “El inmortal”. En su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939), Jorge Luis Borges propone el caso extremo de un autor del siglo XX que, subyugado por la grandeza de Cervantes, se propone la tarea imposible de reescribir textualmente El Quijote, no copiándolo, sino creándolo él mismo de nuevo. Solo logra completar unos fragmentos, que resultan palabra por palabra idénticos al original, pero que al ser el producto de un escritor francés del siglo XX tienen un sentido radicalmente distinto al del texto de Cervantes. El caso de Pierre Menard ilustra el predicamento del escritor tardío: aun cuando lograra reproducir la creación del precursor, su obra, por venir después, no será valorada de la misma manera. La estampa del humilde discípulo que se acerca al maestro con la cabeza gacha para recibir su bendición es el reverso exacto de la realidad: es Borges el que le está ofreciendo a Lugones un lugar en su obra, es Lugones el que agradece la merced que un gran escritor le está haciendo a un escritor de segunda línea. Y es precisamente por eso que ahora en la escritura de Borges «se reconoce la voz» de Lugones con mayor claridad que en el Borges joven. ¿Por qué escribimos? Para ser inmortales. Nuestro máximo enemigo fue, es y será la muerte. Pero hay excepciones. Para la religión judía o cristiana la pregunta sobre el autor o autores de la Tora no solo carece de relevancia, sino que es improcedente: la tradición normativa, o religiosa, afirma que el único autor de los primeros cinco libros de la Biblia judía, o Antiguo Testamento (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) es Moisés, que los recibiera por revelación divina en el monte Sinaí. Los historiadores, en cambio, identifican varios redactores: J o el Yahvista, E el Elohísta, P el Autor Sacerdotal y R, el Redactor, que fusionó los textos anteriores, borrando así muchas de las marcas estilísticas y conceptuales que permitían diferenciarlos. Como los dioses griegos, interactúa con los personajes humanos, les habla, discute con ellos, caprichosamente les da y les quita, castiga y recompensa. Quizá el episodio más característico sea aquel en el que Abraham regatea con Yahveh la suerte de las ciudades de la llanura: Abram se acercó: «¿Destruirás al inocente con el despreciable? Si en la ciudad hay cincuenta justos, ¿lo mismo la destruirás? ¿No te detendrás por los cincuenta inocentes? «Prohíba el cielo que des esto a luz, borrar al inocente con el despreciable, como si sinceridad y desprecio fueran iguales. ¿Es posible no lo permita el cielo que tú, juez de toda la tierra, no traigas justicia?» «Si encuentro en la ciudad cincuenta inocentes», dijo Yahveh, «por causa de ellos dejaré en pie el lugar». «Te ruego que oigas», apremió Abram. «He imaginado que podía hablar con Yahveh: yo, mero polvo y cenizas. Quizás de cincuenta justos faltaran cinco. ¿Destruirías por ellos una ciudad entera?» «No la abatiré», dijo Yahveh, «si encuentro cuarenta y cinco». Pero él halló más que decir. «Supón», apremió, «que encuentras cuarenta». Y él dijo: «Por causa de esos cuarenta no obraré». «Te ruego, mi señor, no te enojes», continuó él, «si aun hablo más. Supón que encuentras treinta...». El tira y afloja sigue hasta que quedan diez: si encuentra a diez justos en la ciudad de Sodoma, Yahveh la perdonará. La lectura religiosa y quienes la practican no son, a fin de cuentas, el enemigo. Tienen sus propios textos, y no se meten con la literatura salvo cuando la literatura se mete con ellos. Los rabinos, los sacerdotes y los mulás no disputan a los críticos literarios las interpretaciones de Shakespeare, Goethe o Tolstoi, y la crítica literaria suele devolverles el favor. El predominio casi absoluto de escritores varones en la literatura occidental es el resultado de la dominación masculina que durante siglos ha mantenido a las mujeres alejadas de la educación y la lectura, y por tanto de la posibilidad de escribir literatura. En este sentido, es esencial la observación de Virginia Woolf en su ensayo Una habitación propia, quizá el texto base de toda la crítica feminista posterior: las condiciones materiales de existencia –la falta de educación formal, de rentas que permitan tiempo libre y de una habitación propia don de escribir– son la única explicación de por qué hasta el siglo XIX no hay mujeres escritoras en la tradición de la lengua inglesa. Y aun cuando la escritura sea positiva como sucedió con muchas de las grandes heroínas de la literatura (Cleopatra, Madame Bovary, Molly Bloom) son producto de una imaginación masculina «esencialista» y por eso llevan el estigma de los prejuicios y las formas de representación patriarcales. A partir de los años sesenta, el pensamiento y la crítica literaria francesa se renuevan con nombres como los de Roland Barthes, Jacques Lacan, Jacques Derrida, Michel Foucault y Gilles Deleuze, por mencionar solo los más conocidos entre los habitualmente etiquetados como estructuralistas y posestructuralistas. Tomando sus modelos de análisis y su vocabulario fundamentalmente de la lingüística y la semiología, estos pensadores renuevan las ciencias sociales, y su influencia en la crítica literaria es todavía hoy decisiva. En EE. UU. su efecto se deja sentir sobre todo a partir de los años ochenta, me dirijo contra la manera ingenua y algo mecánica en la que se los ha apropiado el grupo dominante académico estadounidense. En el caso de la lectura feminista, uno empieza, por ejemplo, a leer una crítica feminista del Rey Lear e indefectiblemente sabe que se encontrará con una condena de la figura de Lear –por representar al patriarcado–, una pretexto para las malvadas hijas Goneril y Regan –su ingratitud hacia su padre se explicará como resistencia ante la autoridad patriarcal y efecto del sometimiento secular de la mujer– y puede adivinar que la hija leal, Cordelia, en lugar de salvadora de su padre, será vista como una víctima sacrificial del egoísmo paterno. En otro caso, que es el francés, el procedimiento consiste en empezar con una postura política completamente propia, muy alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego algún fragmento marginal de la historia del Renacimiento inglés que parezca apoyar esta postura. Con ese fragmento social en la mano, se abalanza uno desde afuera sobre la pobre comedia, y se encuentran algunas conexiones, establecidas como sea, entre ese supuesto hecho social y las obras de Shakespeare. Borges decía que la literatura es un plagio. Virgilio reescribe a Homero, Dante se traga entero a Virgilio, Shakespeare deglute a Marlowe, Milton lucha con Shakespeare como Jacob con el ángel, Wordsworth se desespera ante la sublime grandeza de Milton, Eliot se abraza a los poetas metafísicos para reprimir la aplastante influencia de Wordsworth, Baudelaire se enamora de Poe para desprenderse de Racine y Corneille... PRÓLOGO El tiempo, que nos va deteriorando hasta destruirnos completamente, es aún más despiadado con las novelas, cuentos, poemas y obras de teatros inconsistentes. Quizá por eso, Oscar Wilde dijo: “«Toda expresión de arte es inútil”». Shakespeare es muestra de que la más alta literatura subsistiría por el resto de los tiempos. Es labor de los seres humanos, mantenerla viva. El cuento no tiene a ningún Homero o Shakespeare. Si yo digo épica, inmediatamente pienso en Milton u Homero. Pero síhay dos corrientes en el cuento: la de Kafka y la de Chéjov. Yo pertenezco a ambas. Ninguna me aparta de la otra, más bien, me siento un poco cerca de Kafka por su invención y otro poco en Chéjov por su no decir nada, diciéndolo todo. El cuento es muerte y vida, vida y muerte. Aquello por lo que nos movemos. Ignacio Bermúdez Lunes, 25 de septiembre de 2017