Descripción
Nunca entendimos las alternancias salvajes de Darío Falopa. El análisis de sus peripecias era sugestivo, pero al final no nos revelaba nada. Nos anunciaba el Secreto, y daba sus medicinas a los iniciados, la que era necesaria para que no los persiguiera la época o no se conviertan en una turba… porque merecían ver lo que había de bueno dentro de la ciudad que incluía al río en cuyas orillas se plantaba a magníficas rosas. Notábamos que había enormes diferencias entre el cielo y las movedizas copas de los árboles, entre el sonido de las monedas que caían y el repiqueteo de las campanas. Oíamos lo que disgregaba por la fuerza el viento y lo que acababa de voltearse. Los objetos nos indicaban que no andábamos por neutrales territorios.
Viviana y yo no habíamos firmado un contrato matrimonial, pero eso no hacia diferencias en nuestras costumbres apasionadas. Y la presencia de Darío Falopa era una buena ocasión para brindarnos la extenuante condición del elogio. Gracias a él habíamos aprendido a romper malogrados hábitos con la intención de alcanzar una libertad iridiscente (aunque por eso algunas personas nos dispensarían una condena amoral). Ese era el tiempo para aprender a leer y escribir, y no para hacer trabajos forzados. Falopa exacerbó nuestras conciencias, y nosotros le dábamos la razón cuando nos decía, sin reservas, que el mundo era de uno. Lo que teníamos que hacer, era pagarle y aguardar en la entrada de la ciudadela de los sueños. Pronto, ese hombre se fusionó con la dinámica de lo que pensábamos porque ya no estábamos sometidos a los fastidios, sino a mágicos y licenciosos resurgimientos. Relato, 21 páginas.
Para comentar, hay que estar registrado