Descripción
Un día llegaron Los Purificadores y la vida de aquellos que habitaban la ciudad sin nombre, con sus calles de agua en lugar de asfalto, con rascacielos asomando como los dedos de un gigante ahogado y un cielo gris como el plomo, seis de los siete días de la semana, cambió para siempre. Con el tiempo, a pesar de las manifestaciones diarias y los inevitables embotellamientos de lanchas, hidrotaxis e hidrobuses en las calles céntricas y la interminable lluvia, todos los habitantes viven en armonía, conformes, gracias a las comodidades que el Estado —representado por Los Purificadores— les entrega a diario. La inundación ya no es un problema, mucho menos una desgracia. El sufrimiento y el hambre son cosas del pasado, gracias a esos desconocidos salvadores llegados desde el “otro lado de las montañas”. Lo único que Los Purificadores piden a cambio es el trabajo en sus centros de purificación de agua. Millones y millones de litros purificados a diario. ¿Para qué? Todo el mundo lo sabe, pero nunca se cuestiona. No es necesario: Los Purificadores dan mucho y piden poco. Y nunca quitan.
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